Para hablar de Silvina Luna, entiendo que no debemos hablar de Silvina Luna (QEPD), sino de las típicas reacciones de señora ofendida con las que los argentinos ventilan su indignación en las redes sociales y se colocan en masse del lado bueno de la moral, siendo –como se sabe– terribles hijos de puta en el sentido de negadores de la realidad, protectores y hasta apologistas de los nazis, femicidas vocacionales, racistas, corruptos, desde –por lo menos– la década de 1960, y asesinos por omisión (y de vez en cuando, por acción).
Digo esto porque es muy cómodo salir a linchar al victimario, transformándolo en un episodio que –como todo episodio– acaba aislado y olvidado el lunes próximo, cuando vuelva a subir el dólar.
Posiblemente Silvina Luna comienza su carrera en el momento en que se acostó (y porque se acostó) con la persona indicada (me podrán llamar machirulo o lo que quieran, pero de un programa como Gran hermano al perfil de carrera trazado para Silvina Luna, el puente es la cama).
Además, Luna es de la generación siguiente a la mía, que creció en la exageración menemista del dualismo encarnado por el “Peronismo Menemista” como nadie antes de la Santa (Evita) y la Puta (es decir, las novias de Menem beneficiadas por los cargos y la corrupción privatizadora).
Las argentinas se han alineado detrás de estas dos figuras, pero el problema es que no son dos opciones excluyentes, lo que redunda en la confusión del feminismo en el que tenemos a Verónica Gago escribiendo teoría para la elite académica sin poder realmente conectar con los sectores sobre los que cae el peso del patriarcado, mientras que –por el otro lado, y por dar un ejemplo– Cecilia Roth se opera de pies a cabeza, o Diana Wechsler firma un petitorio para que me quiten un premio. Sin embargo, cuando tienen que apuntar el dedo a Ricardo Darín –con fuertes lazos en la industria– o a Eduardo Costantini, se mojan las bombachas con una mezcla de pis y mojadura (desconozco el nombre técnico, como se podrán imaginar).
Alfonsín: un gordito bolú
El tema en cuestión es Silvina Luna quien, desde los comienzos de su carrera en el Gran hermano ocupó el papel que la dinastía Sofovich –en connivencia con la dictadura militar y luego con la dictadura menemista– esculpió para la mujer argentina: durante el alfonsinismo, ese lugar fue custodiado por la gráfica con revistas como Libre y por Hugo Sofovich, por supuesto, en el míticamente pedófilo No toca botón.
Casi seguramente, el Gran hermano de 2001 fue el más visto de la historia de ese programa en la Argentina: annus horribilis argentinae fue el año en el que la ficción de la dolarización de la economía acaba en un desastre de muertos heroicos en el campo de batalla delarruista, pero también aquel en que comienzan a hacerse sentir los otros muertos, los cuales –al hacerlo al margen del sistema– lo hacen por fuera de las narrativas de la tragedia aristotélica a la que estamos acostumbrados.
Se trata de categorías que, cuando el mundo de la cultura comienza a retratarlas, el ascenso del kirchnerismo se apresura a banalizar, como el brazo bourgeois bohème del neoliberalismo regional que es: tras una lluvia de dólares a gente que no se mueve sin guita como Jacoby, Gordin o Schwartz, dan la orden de silenciar y –cuándo no– festejar u ofenderse hasta aturdir.
Así, por un lado, el apoyo del brazo progresista de la elite artística amenaza materialmente y, por el otro, pone de moda el silencio o la banalización de la marginalidad como juego.
Esos hijos de puta tienen una responsabilidad histórica por lo que hicieron, y ser estúpidos no los disculpa.
De ese modo, ya con De la Rúa –pero también durante el Covid y todo el tiempo– mueren abuelos pobres (en silencio, sin trompetas instaladas en cúpulas de la ciudad, elevadas al rango de happening), sin poder acceder materialmente a un almacén que ya en 2001 acababa de ser saqueado; abuelos ricos –cuyos enfermeros sentían el frisson de la reivindicación social de la horda peronista– disfrutan de no poder llegar a sus lugares de trabajo para dejar a quienes pagan el sueldo sin comida ni medicamentos; jóvenes que se resisten a la única opción de carrera que se les pone enfrente, que es la de ser delincuentes o policías (desde ya que la mayor cantidad de muertos es la de jóvenes policías, jóvenes delincuentes, mala praxis por resentimiento social, de abajo hacia arriba y de arriba hacia abajo, etc.).
El annus horribilis
Ese annus horribilis fue el primer experimento de performance masiva y espontánea que luego Marcela Fuentes intenta transformar en arte en el caso del Ni Una Menos. La protesta como Neoexpresionismo –lógicamente político– argentino. Sin importar si hubo intención o no, este nuevo arte nacional sólo reclama la suspensión del sentido común y la razón esgrimida es la del excepcionalismo argentino.
El comienzo del ruido ensordecedor de las cacerolas me encontró sin trabajo, pues no me designaban en un cargo de asesor que me habían prometido (precisamente porque no se había enviado la partida prometida de dinero –obviamente público– a esos efectos), dado que el FMI –con cierta razón– reclamaba lo prestado.
Así que, casi como en un acto de rebeldía, le dije a mi mamá que me iba a la Plaza de Mayo. Ella me contestó: “Te acompaño”, y yo –con una inconsciencia atroz– le respondí: “¡Vamos!”.
Llegamos a la plaza y era una fiesta: gente con sus perros y canarios… todos –o la mayoría– hablando como loros; gente como nosotros o –mejor dicho– como uno: monocolor.
Había cierto acuerdo tácito en la ciudad de Buenos Aires y era (o es) que, de generarse disturbios, éstos serían reprimidos siempre y cuando la mayoría de los presentes fueran cabecitas negras. Dicho de otro modo: una Plaza de Mayo llena de gente de clase media era inatacable. La protegía el color de piel que nunca es un color de piel. Frantz Fanon fue muy claro al respecto: es un modo de estar pero, sobre todo, de no estar en el mundo.
El 2001 fue el segundo gran aviso que los argentinos tuvimos del pensamiento mágico heredado de Juan Domingo Perón, reforzado –irresponsablemente– por Raúl Alfonsín (quien lo hacía en nombre de lo opuesto): al menos en los papeles, la ciudadanía había depositado su fe en él para defender lo opuesto.
Parece un cuento de Rivera Cusicanqui, porque lo que Alfonsín hizo fue lo que después Kirchner repetiría a escala industrial, y es algo que sólo se aprende en Roma: extractivizar la moral.
Esto llevó a la ironía del Pacto de Olivos, donde el sinsentido se sentó, finalmente, en el panteón de los dioses argentinos para quedarse: con una amnistía a los violadores de derechos humanos, y tras lucrar políticamente con haber sido su protector durante una década, Alfonsín negoció su lugar en la historia (y con esto quiero decir que se aseguró de que la historia lo mirara con buenos ojos y como el campeón tonto de una democracia que –en ese acto– dejaba hipotecada).
Dicho de otro modo, el verdadero Pacto de Olivos fue la negociación en la que el líder elegido por el pueblo alcanzó la ceguera suficiente como para tomar distancia y mirarse desnudo en el espejo y no poder, for once, ver lo evidente: que era un gordo boludo.
El sinsentido como dogma de fe en las Malvinas, ¡que son argentinas, carajo!
Convengamos que la historia en la Argentina es escrita por la derecha, aun en su versión progresista: cuando Alfonsín gana las elecciones con el lema de que “con la democracia se come, se cura y se educa” (lema que continúa repitiéndose años después de su triunfo), lo que en realidad hace es algo que un líder nunca debe llevar a cabo, y es cambiar la direccionalidad de la fe de sus gobernados sin una visión clara de adónde se quiere que esa fe vaya. Tan es así que los argentinos que habían dejado de creer en la Iglesia tras su colaboracionismo durante la dictadura, reemplazaron a Dios por “La Política” que, aparentemente –y al menos según Alfonsín– multiplicaba los panes.
Desde ya que la responsabilidad de la confección de la teología fue transferida de la Nunciatura a la UBA y, más específicamente, a la Facultad de Ciencias Sociales. Frente al país de abogados, escribanos e ingenieros agrónomos –propiciado por las clases que siempre recurrían a los cuarteles–, Alfonsín contrapuso una clase media de cientistas sociales quejosos, que creía que las instituciones son agentes que –en sí mismos– podían cambiar la realidad.
Allí mismo, hubo una delegación de responsabilidades a entidades supraindividuales por cuyas decisiones –él o ella– no se podían (ni querían) hacerse responsables, pero de cuyos beneficios y errores podían aprovecharse.
De un plumazo, los argentinos experimentaron una regresión de la adolescencia a la infancia tardía y, con este infante nacional, nació el argentino moralista de dedito levantado como monstruo patriarcal, que tiene –como señora de limpieza– precisamente a la mujer, a la “muchacha argentina” haciendo –desde el final de la dictadura– el trabajo sucio del patriarcado.
¿Cómo es posible que Ni Una Menos no le haya pedido explicaciones a su brazo artístico de Nosotras Proponemos por el despliegue de fascismo que efectuaron contra mí?
Posiblemente haya sido porque a Verónica Gago (del paño académico y con las limitaciones del caso) le produjo algún tipo de placer (y vuelta al párrafo dos de este post).
El trabajo sucio se puede hacer, al menos, de dos maneras: como dijo Tutanka Frías en ArteBA… o bien, “rompiéndose el lomo” (un dictum muy macrista que, en realidad, significa su opuesto y debería involucrar penas de hasta 20 años de prisión) o bien –ya que no se puede trabajar o ser excelente en un país de mediocres– “lastimándose”: La obra de teatro más vista en 1987 fue Paso de dos, de Tato Pavlovsky, protagonizada por él y su mujer. En esa obra, Pavlovsky interpretaba a un torturador que se enamora de la torturada. Las dos horas son literalmente una escena de amor en forma de tortura física y psicológica. Los argentinos estaban fascinados con ese tipo de violencia. Las feministas, siempre equivocadas, lo llevaron para el lado obvio de que la tortura no puede ser disfrutada o presentada como siendo disfrutada, lo que deja a mucha gente excluida (incluyendo a un par de amantes míos), como si de racismo estuviéramos hablando.
Esta transformación de las instituciones en panacea no hubiera sido tan grave de no ocurrir en medio de un proceso de globalización neoliberal que había comenzado con las reaganomics y tenía como protagonistas a las corporaciones.
Pero si en lugar de discutir macropolítica como una continua tragedia en la que los protagonistas son las instituciones, bajáramos a escala humana y viéramos a la obra de Pavlovsky como el sustrato cultural de la muerte de Silvina Luna, ¿qué pasaría?
Con Alfonsín, la Argentina se entregó a un pensamiento mágico estatista semejante a apagar el fuego peronista con nafta (puesto que esa fe se financia con deuda externa).
Mientras tanto, las mujeres argentinas se recibieron de pelotudas cuando aceptaron el papel de “muchachas” del patriarcado que, de manera sobreactuada, consiguen –una vez cada muerte de obispo– una victoria (como la ley del aborto) y creen que los derechos son acumulativos y que la visibilidad de los problemas equivale a su solución. La boluda argentina no es una metáfora.
Diana Taylor y la UNA ¡la tienen adentro!
Como un nuevo Julio César, Alfonsín no designó a miembros de su familia, porque quería proyectar los valores estoicos de la República Romana o de la Revolución Francesa mientras firmaba –antes de irse– los decretos correspondientes a la designación de miles de nuevos empleados públicos.
Lo mismo hicieron Menem, De la Rúa y Macri. Kirchner llevó esta práctica a la escala de plaga.
Éstos son los responsables de la debacle argentina que hoy hace metástasis y que incluso parece exportar la boludez femenina a alguien como Marcela Fuentes (investigadora y discípula de Diana Taylor), quien fundamenta gran parte de su tesis doctoral aplaudida (ni más ni menos que por Osvaldo Quiroga) en que el Ni Una Menos es arte por ser una performance.
En realidad, se refiere al momento anterior: aquel en que se convoca espontáneamente, a través de las redes, mediante el IPhone (¡el nivel de decolonialidad de estas papisas de lo decolonial realmente embriaga!). El momento previo a convertirse en un grupo de señoras blancas haciendo puchero en la Plaza del Congreso y antes de apoyar abiertamente a Cristina (quien rechazó siempre al aborto y accedió a la presidencia solo por estar casada con…).
Que Fuentes devuelva los cientos de miles de dólares de sueldos ilegítimos y no trabajados.
En su libro Activismos tecnopolíticos: constelaciones de performance (publicado –oh sorpresa– por Eterna Cadencia), Fuentes llega a afirmar que, si la causa lo vale, la acción performática espontánea califica como arte.
Esto es –virtual y materialmente– la moralización del estatus del artista: ser artista depende de la causa que se abrace (lo que deja al arte a un paso de la moda).
Lo preocupante es que el caso analizado y su informante clave es Teresa Sarrail, quien –oh, casualidad– estuvo bajo mi mando cuando fui jefe de asesores en el Senado y fue una de las razones por las que dejé de creer en Moreau (lo que luego fue confirmado por la realidad de maneras mucho más violentas).
Sarrail es una corrupta ladrona del erario público que se convenció –y convenció a las boludas que, como la autora del libro en cuestión, a todas luces, no investiga a sus fuentes– de que es un monumento a la ética por la simple razón de que, si sos blanca, arrugada, tenés olor a pis y decís que sos buena, calificás como cúpula de la sororidad.
Debo decir que no estaba preparado para leer (como acabo de hacerlo) que esta persona es la secretaria académica de la UNA… Aunque el olor a pis le viene de otro lado, del de la vagancia: el único trabajo real que Sarrail debe hacer, tiene lugar al final de cada mandato de los senadores.
Empleada de planta permanente en la Biblioteca del Congreso y debido a sus inquietudes artísticas filosóficas, Sarrail se rehúsa a trabajar, por lo que entrega la mitad de su sueldo al senador que le dé una entrevista a cambio de figurar como que está fichando en esa oficina.
Esto lo he visto personalmente y cuento con un testigo comprometido a dar fe de ello.
Bienvenidos a los ñoquis del 29.
Como jefe de asesores proveniente del área de cultura, corría el año 1999 cuando este tremendo marimacho se negó a hacer un informe que le solicité, sobre una leyes de cultura.
Al negarse por tercera vez, la eché, para después enterarme de que el entongue con Moreau seguía por detrás de mí (es decir: le hice un favor).
Pase lo que pase, Sarrail no laburó jamás y se caga de risa porque encima, mientras a mí me cancelaban, la mina era elevada en apoteosis por la boluda de Fuentes, quien –obviamente– no sabe a quién tiene cerca.
Pero como toda historia se puede contar de diferentes maneras, quise bajar la de Sarrail y Fuentes al plano de lo telenovelesco, que es donde los problemas estructurales se convierten en entuertos y sainetes.
Esta es la trampa en la que caen las boludas y boludos cuando el patriarcado mete la pata, y es creer que este problema de Silvina Luna se soluciona investigando.
No, mami, la tenés adentro desde el momento en que necesitás operarte las tetas para que no te echen o para que tu marido no te cambie por un modelo nuevo. ¿Cómo te lo tengo que decir?
Dicho sea de paso, el material con el que la operaron es casi el mismo que usó Batato Barea y miles de transexuales pobres de la Argentina, a los que nadie llora ni investiga, porque no importan, ¿verdad?
RCancelado
RCancelado
One Response
♥